Cada instante vital puede estar repleto de matices, de aromas y de sonidos. Desde el momento en el que, todavía en la cama, te das cuenta que te has despertado; que sigues aquí a pesar de todo… Hasta el segundo en que tu mente se percata que ha perdido el tren… se escapa sin remedio delante de tus narices.
Una situación puede implicar una emoción, o muchas. Algunas, contrarias, jugando a tirar en direcciones opuestas. Cuando estás tendiendo la ropa te conectas con la nostalgia: el suavizante de mamá. Y también te aparece la rabia: no quiero ocuparme siempre de tender la ropa… ¿ por qué siempre me toca a mí?
Pero vamos rápido, acelerados. Buscando algo mejor de forma incesante, algo más nuevo, algo, que si o si, nos deje extasiados. Pisamos el acelerador como por costumbre, como el que se lava los dientes después de comer. Más rápido. Más pronto. Resultados inmediatos; garantizados. “Cambio asegurado”, rezan los anuncios de dietas para perder peso.
La percepción del tiempo se modifica. No nos quedan horas. Agendas llenas. Llamadas y mensajes. Ruido. Más ruido. La tele, el teléfono, «Alexia pon una canción«.
Necesitamos huir de las ciudades y darnos un respiro. Quizás seamos los únicos seres del Planeta que necesiten darse un respiro de vivir. Porque la vida no cansa. La hacemos cansina.
Me ha costado 40 años darme cuenta de mi estrés de base. De mi aceleración constante. De mi necesidad de hacer, y hacer, y hacer más aún. Y hacerlo rápido.
Siempre he sido una trabajadora super eficaz. Traducido al español: he ido como pollo sin cabeza intentando obtener reconocimiento ajeno a través de mis “éxitos” profesionales o de mi “savoir faire” en asuntos varios.
Hay quien hace y va más deprisa para obtener validación (como la menda). Los hay, que viajan de país en país sin pausa, para huir de su dolor emocional y de su vacío interior.
También existen los que no se sacian nunca. Comprar, comprar, comprar. Detrás de una falda, vienen unos vaqueros, y luego una cámara de fotos, para seguir con una cinta de correr que luego no se usa. Chutes de dopamina que mantienen al cerebro en éxtasis constante. En un paraíso eterno que parece no acabar nunca. Pero acaba. Acaba al poquito…y… vuelta a empezar, que aquí no ha pasado nada.
La lentitud ofrece algo distinto. Ella, silenciosa y magnánima, al principio asusta. Te aplasta con sus fauces de verdad profunda. Da mucho miedo.
En la desaceleración te percatas de tus automatismos caducos. ¿ Por qué sigo diciendo que quiero ir cuando realmente no me apetece? ¿Por qué mantengo mi actitud solitaria ante los problemas, si me sienta mejor que me ayuden? ¿Para qué trabajo tanto, si ya tengo suficiente dinero? y así, hasta el infinito.
La lentitud te conecta con el cuerpo. Ese gran olvidado que nos permite vivir. De repente te das cuenta de las tensiones que tus músculos han acumulado y que ahora gritan auxilio. Observas la necesidad de descansar porque ya basta por hoy.
La desaceleración también te pone en contacto con tu postura. Esa que, a largo plazo, tanto dolor nos causa.
Cuando reducimos la velocidad también aparecen emociones soterradas. Ese duelo que nunca llegaste a elaborar, la rabia reprimida por no haber puesto límites cuando tocaba o la vulnerabilidad que algunos encierran con llave y candado.
Pero también se conecta la radio de la mente a todo volumen. Sin tanta distracción, la neura se activa y entonces, nos decimos a nosotros mismos que necesitamos acción para estar bien. Aunque nunca logramos ese “bien” profundo; esa paz de alma y espíritu. ¿ Por qué? Porque para lograrlo necesitamos parar de verdad y transitar todo lo que nos ha dolido y escocido. Aceptar lo que nos ha ido viniendo en la vida, lo que hemos ido perdiendo y, finalmente, confiar. Confiar en que, suceda lo que suceda, vamos a aprender de ello y es lo mejor que puede acontecer (por duro que sea).
En el sosiego nos desprendemos de las máscaras. Nos encontramos con nuestra verdad profunda. Sin trampa ni cartón.
Y llega un momento, que la calma y la lentitud emanan belleza. Como esas ceremonias del té japonesas en las que cada micromovimiento es una poesía. Como si el café con leche de la mañana tuviera rima asonante y consonante a la vez. Como si las nubes que se ven a través de la ventana de la oficina estuvieran pintadas al óleo y pudieras incluso percibir los trazos del pincel.
En la lentitud, el dolor también se percibe más desgarrador. Pareciera que agarras una lupa y lo observas aumentado. Y puedes incluso dialogar con él. Te llega a contar de qué palo va y qué necesita. A veces, simplemente se calla… el mamón.
La lentitud también se asoma en las esperas. En la cola del autobús, en la sala de estar del médico, incluso cuando se está cociendo la pasta precocinada que está lista en cinco minutos. Las esperas nos desesperan. Son la antítesis de la productividad. Debieran estar prohibidas por los gobiernos. Aunque ya parecen ser ilegales, puesto que las obviamos con el uso de nuestros dispositivos electrónicos. Hemos censurado colectivamente la espera. Para poder sostener las esperas necesitamos teléfonos móviles más eficientes, con más aplicaciones y más de todo… De todo para no esperar.
La paradoja es que un montón de procesos vitales implican la espera. El embarazo, el crecimiento de nuestros dientes en la más tierna infancia, la semilla plantada que va madurando lentamente hasta producir frutos, el pasar de las estaciones -aunque éstas también están desapareciendo progresivamente -parece que hasta el clima está influido por la prisa capitalista- y así un largo etc.
No todas las prisas son malas, evidentemente. A veces es necesario correr, raudo y veloz, hacia algún lugar al que quisieras llegar antes por cualquier motivo. La rapidez nos ha permitido diseñar medicamentos que salvan vidas o realizar intervenciones quirúrgicas en tiempo récord.
Vamos, que no es necesario ni tampoco natural ir siempre despacio y anonadado. Alguien me dijo alguna vez que todo tiende al equilibrio. Estoy de acuerdo. Pero añadiría el matiz siguiente: en ocasiones, para que algo se equilibre, primero debe desequilibrarse totalmente.
Y así veo el desequilibrio profundo entre la lentitud y la rapidez en nuestro tiempo. La desproporción de porcentajes entre una polaridad y otra es más que evidente.
No tengo prisa para ver hacia dónde nos conduce tal asimetría. Al fin y al cabo, lo asimétrico también forma parte del todo. Voy a esperar lentamente a que la vida decida.
Me lo he tomado con calma y lo he leído en 15 minutos. Buena reflexión. Para ir rápido hay que saber ir lento. Gracias, Natalia.
PD: en física las cosas tienden al caos y el equilibrio es la excepción. Por ese motivo algunos creen en dios.
Quizás a lo que nosotros llamamos caos es la naturaleza misma del equilibrio 😉
Un abrazo Harald, Gracias por leerme y por tu comentario.
Lento, rápido…. adjetivos relativos al TIEMPO. Que según se mire, es una invención, un acuerdo para entendernos. Porqué el tiempo, en el planeta tierra lo rige la gravedad y la órbita (el movimiento).
Cuando el tiempo no es una variable, emerge el SER, la aceptación y quizás… lo CUÁNTICO.
Una abraçada Natalia! 🙂
Me ha encantado esta frase: cuando el tiempo no es una variable emerge el SER!!!! guauuuu siiii tal cual!
Gracias a tiii, abraçada forta!!!